No hay nada que esconder, entre el viento y los deseos no se guardan secretos. Cosas que no se pueden ocultar, que van al conocimiento de la noche, que por medio de las estrellas iluminan los rostros infames de aquellos que juegan amarse en el medio de la oscuridad. Estos testigos naturales están destinados a guardar silencio de esas historias de amor que suceden ante sus miradas inoportunas, más no por ello son estas demostraciones clandestinas del todo.
No importa si es frente al mar o en la montaña, la brisa envuelve los cuerpos de los amados llevándolos por aquí, por allá, a la libertad infinita de descubrirse uno con otro en la búsqueda de lo desconocido, y por ende lo más deseado.
El amor no espera, y se funde con el entorno haciendo el mejor de los escenarios para los que insisten en unirse. No hay palabras ni filosofías que puedan describir aquellos momentos donde se desborda la imaginación, y donde cada movimiento es un lenguaje implícito de sentimientos encontrados. Cuan dichoso es la tarde que con su ocaso puede presenciar todo esto, y que afortunada es la arena que sostiene las almas de los enamorados.
Aquí no hay barreras, la ciudad permanece en silencio, y bajo un cielo despejado por la lluvia que ya ha llorado, queda todo un espacio dispuesto para los protagonistas de esta historia, su historia. No hay juicios ni comentarios malintencionados, hablamos de un mundo paralelo cuando todo calla y solo se escuchan los latidos del corazón. Me refiero a que ni el sonido de las campanas de la iglesia ni el cambio de los semáforos ni el ruido de los trenes ni a lo mejor los pasos de un transeúnte atrevido pueden detener la magia que se desata cuando dos enamorados deciden hacer del mundo su lugar para ser felices en sus propias miradas.