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En mis 24 años quisiera depositar el mayor de mis deseos de una forma distinta.
Los
historiadores aseguran que la encendida de velas en el bizcocho, en ocasión de
la celebración de un cumpleaños, guarda su origen en algunas leyendas o mitos:
una de ellas decía que los griegos preparaban un pastel de miel en forma de luna
y le colocaban velas, simbólicamente esas luces de fuego eran depositarias de
deseos, que al ser sopladas el humo se dirigía con el deseo hacia los dioses;
otra, muy graciosa por cierto, decía que para las celebraciones de los
cumpleaños por las noches no había luz y las velas se colocaban encendidas para
poder alumbrar el lugar; y la última contaba que al ser una «fiesta de origen
pagano», suponía que las velas eran centinelas para la buena suerte y los
buenos deseos del festejado y que al soplarse el humo se llevaba los malos
espíritus y la mala suerte.
Recuerdo
que una de las historias que más me impactó de Facundo Cabral fue cuando éste,
a los 9 años decidió irse de su casa en busca de trabajo y un mejor modo de
vida para su familia que en ese momento pasaba por condiciones muy precarias de
subsistencia. Su madre, Sarah, lo acompaño hasta la estación de tren y le
compró el boleto de abordaje, antes de montarse en su vagón le dijo lo
siguiente: «este es el segundo y último
regalo que voy a hacerte. El primero fue darte la vida y el segundo la libertad
para vivirla.»
¿Qué
otra cosa se podría pedir? Libertad para vivir la vida, para dedicarse a pasear
por este mundo que nos ha tocado y que tan lleno de maravillas está. Quiero
encender la vela y no pagarla jamás, para donde quiera que vaya la luz de Dios
me pueda guiar. Experimentar todo lo que puedo hacer, todas las personas que
puedo conocer, trabajar… si trabajar, pero no para acumular, sino para
compartir.
¿Qué
tan alto llegar? ¿Qué lugares conocer? ¿Qué vivencias tener? Nada puedo hacer
si en cuatro paredes permanezco.
Libertad
para vivir la vida, sin prejuicios ni limitantes como la cultura y los
prototipos. Ir por los días con lo único que hay que hacer: amar a tiempo y a
destiempo, y eso, solo eso, eventualmente trae sus frutos y beneficios.
Yo
no quiero una vida ocupada, una agenda apretada ni mucho menos que no me
alcance el tiempo, no tengo aspiraciones inalcanzables, solo caminar por la
vida quiero. Quiero que el tiempo esté a mi favor para hacer lo que me
recordará el corazón, que siempre será bueno, claro, con sus tropiezos, porque
estará guiado por Dios.
Un
amigo me dijo una vez: «lo único que
quiero en esta vida no es ser más ni menos feliz. Quisiera vivir en paz conmigo
y con los demás»; y en fin de cuentas, no pudo haber sido más certero.
La
vida debe de vivirse bajo tres principios fundamentales: el amor, la libertad y
el agradecimiento. Por eso, en mis 24 años quisiera agradecer a cada una de las
personas que han intervenido en mi vida para que sea quien soy hoy, empezando
por Dios. Nunca he caminado sola, siempre he andado de la mano de personas que
me aman, me han amado y me amarán a su forma, en su tiempo y con sus medios.
Hace
unos días, sentada en la sala de un gran amigo, que se tomó la molestia de orar conmigo un momento, luego de contarle
algunas situaciones. Cuando hubo terminado, me dijo:
-Carla,
este es el año de las ventanas y los remolinos, ¿qué te dice eso?
-Sinceramente, -respondí
mareada y pensativa- no lo sé, pero creo que este año lo descubriré- y sonreí.
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